El Príncipe de Asturias, a
quien se había comenzado a instruir sumaria por el delito de conspiración,
volvía de la Cámara real, donde acababa de prestar declaración. No olvidaré
jamás ninguna de las particularidades de aquella triste comitiva, cuyo desfile
ante mis asombrados ojos me impresionó vivísimamente aquella noche, quitándome
el sueño. Iba delante un señor con grande candelero en la mano, como alumbrando
a todos, y para esto lo llevaba en alto, aunque tan poca luz servía sólo para
hacer brillar los bordados de su casacón de gentilhombre. Luego seguían algunos
guardias españoles; tras ellos, un joven en quien al instante reconocí, no sé
por qué, al Príncipe heredero. Era un mozo robusto y de temperamento sanguíneo,
de rostro poco agradable, pues la espesura de sus negras cejas y la expresión
singular de su boca hendida y de su excelente nariz le hacían bastante
antipático, por lo menos a mis ojos. Iba con la vista fija en el suelo, y su
semblante, alterado y hosco, indicaba el rencor de su alma. A su lado iba un
anciano como de sesenta años, en quien al principio no reconocí al rey Carlos
IV, pues yo me había figurado a este personaje como un hombrecito enano y
enteco, siendo lo cierto que, tal como le vi aquella noche, era un señor de
mediana estatura, de rostro pequeño y encendido, sin rastro alguno en su
semblante que mostrase las diferencias fisonómicas establecidas por la
Naturaleza entre un rey de pura sangre y un buen almacenista de ultramarinos.
Benito Pérez Galdós, Episodios Nacionales: La Corte de Carlos IV.
Madrid, Aguilar,
1981, página 301
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